martes, 8 de noviembre de 2011

Se va, se queda Ana Franco



Cuando la conocí –en mi recuerdo aún infantil hay una muchacha de sonrisa ocupada por el gas precioso de la juventud- era un hada guardando la entrada de los sueños en un cine familiar, el “Barrueco”, donde nosotros entrábamos a sacudirnos la caspa de la tristeza habitual de la ciudad. Ella nos recibía allí, poniéndonos del lado de una vitalidad que sin escrúpulos, en el olor a sal y a monda sucia de naranja de la penumbra de la sala, saltaba a la pantalla donde la vida seguía por su cuenta, prometiendo gloria y riesgo a quienes estábamos educados cuidadosamente en la conformidad.
Así que si alguien se propone alguna vez hacer la crónica lateral de la ciudad adormilada debería nombrarla con respeto a ella: Ana, Ana Franco. Así se llamaba aquella muchacha -¿pero nosotros qué sabíamos?- que se quedaba cada vez entre las manos el recorte decimal de una entrada, la garantía de que rompíamos por fin con las anclas grises de una vida destinada a ser un vals triste, hecho del compás de las frustraciones. Ella nos redimía con su gesto ágil y su nerviosa luminosidad. Nos permitía pasar a descansar de tanta orilla harta. Así la recuerdo ahora en el primer movimiento de la memoria.
¿Y quién iba a imaginar lo que ella ya veía por entonces, con aquella mirada que tanto dañaba por su soltura? Porque en sus ojos había luz perdida de tronera que solo mucho tiempo después yo iba a volver a saber. Fue en un suceso imprevisto. Había pasado el tiempo con su lengüetazo sobre todos nosotros. Y, mediados los años noventa, ella -o quizás su hijo José Ángel: ambos éramos ya amigos- me llamó un día a su taller. Desde otra ciudad, yo acudía entonces mansamente cada tarde pactada hasta aquel espacio modesto y suficiente. La vida se le había puesto difícil y encrespada pero ella creía en la luz y por ese pasapurés de ilusión lo iba filtrando todo. Y en lo que duró el proceso de un retrato hablábamos mucho sin mirarnos: ella trabajaba lentamente y yo escuchaba lo que me iba diciendo mientras cumplía sus órdenes. Hablábamos de sueños. De lo que en los años sesenta hubiéramos querido ser. Sí, de aquellos “deseos de ser piel roja”, que diría Kafka, más allá de los engranajes perversos del mundo, más allá del destino escalfado, como un huevo frío y pobre, de quienes tuvieron que quedarse en la ciudad. Pero ella eligió no romper el contrato con el país risueño de la infancia. Su alma era naïf, como algunas de sus criaturas, y no le costaba nada ponerla al descubierto. De pronto, en mitad de una palabra, ella me ordenaba con tajante dulzura: “Quieto así”. Y a mí me parecía que jugábamos de nuevo a aquel juego infantil, el esconderite inglés, donde uno debía desafiar al tiempo y quedarse quieto, muy quieto, para que no le rozase siquiera un ala negra mientras lo demás seguía envejeciendo. Alguna vez se lo dije; los dos nos reíamos exactamente así, como dos niños. O como dos pieles rojas.
Y tal vez es lo que me voy a creer a partir de ahora: que te has quedado quieta, querida Ana, que no te has ido del todo sino que has preferido asistir desde la inmovilidad –como yo mismo en aquellas sesiones maniatadas de tu retrato- a nuestra galería de visajes y de esfuerzos torpes por ir ganando metros a la supervivencia. No, no te has ido. Te has escondido en la luz de tu pintura, en tu mundo íntimo de niños y de colores que nadie veía salvo tú. En los ojos que querías pintar siempre grandes como si por ellos pudiera entrar el cajón de sorpresas de la vida.
A mí personalmente me queda aquella niña que pintaste mirando indefensa bajo un paraguas rojo los charcos de una calle llovida, sin atreverse jamás a cruzarla. Una niña que quise mucho desde que la vi y que ya es parte, para siempre, de mi museo privado, ese donde los sueños y las obsesiones hacen trenza común donde apoyarse uno sin miedo. Tú me contaste entonces cosas de aquel cuadro. Ahora prefiero pensar que esa niña eras tú, Ana, a punto de cruzar siempre –oh, ya lo has hecho- una calle de reflejos de lluvia, protegida por colores pimpantes y con la mirada de los que ven más de lo que hay y, por piedad, no siempre nos lo dicen. La mirada de los buenos.

TOMÁS SÁNCHEZ SANTIAGO
[Publicado el 22 de diciembre de 2010 en El Adelanto ]

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